Los bergmanianos, sea por Igmar o por Ingrid, recordarán aquella escena de Sonata de otoño en la que el personaje de esta última explica a su hija, a quien lleva siete años sin ver, cómo era Chopin, cómo era su música y, sobre todo, cómo debía ser interpretada. Me parece bastante evidente que el director no sólo pretende explicar quién era Chopin mediante la lección magistral que da la madre a la hija. Cuando la madre dice que Chopin era “emocional” pero no “sensiblero”, que no había que confundir el sentimiento con el sentimentalismo, que era orgulloso y apasionado, etc, está, en realidad, hablando de sí misma, justificando su actitud derivada de su total entrega al arte musical, un amor más grande y mejor, para ella, que el amor y la entrega familiar de la hija. Cuando la madre pliega el atril, porque ni siquiera necesita ver la partitura, se hace patente la humillación a la que, en forma de gratuita lección, está siendo sometida la hija, a quien considera carente de las cualidades y el temperamento necesarios para siquiera soñar con poder interpretar correctamente un preludio de Chopin. Recordemos que Adorno se servía de la ambivalencia de la palabra “interpretar”, que al parecer también se da en el alemán, para expresar que solo el músico es capaz, mediante el estudio y ejecución de la obra, de captar su sentido.
Por supuesto, y teniendo en cuenta esta posibilidad, no nos aventuraremos en la recopilación y exposición de las ideas musicales de Chopin. Creo que Chopin es verdaderamente de los músicos más complejos y que más cuesta entender, como también creo que su música siempre agrada y conmueve a nuestro oído y a nuestra mente, aunque seamos más o menos legos. De lo extremadamente simple y conmovedor puede pasar a la más compleja y virtuosa musicalidad, que apenas se percibe ya como música y hace más pensar en una especie de estado mental casi místico.
Se podría pensar que en realidad no sacrifica lo que la música expresa o puede expresar en términos extramusicales- los temas ocultos –en beneficio o por respeto a un concepto musical estrictamente clásico- ni a la inversa- y, por tanto, se podría pensar que halla la ecuación perfecta, quizá como las últimas sonatas para piano de Beethoven, entre clasicismo y romanticismo, si bien es cierto que se le suelen atribuir sin más la mayor parte de los gestos y modos estrictamente románticos, hecha la excepción del programatismo estilo Listz. Afirmación ésta discutida y discutible, pues, al parecer, existe programatismo en su música en forma de temas ocultos, no necesariamente temas literarios externos a él, sino programa más abstracto y emocional. Recomendamos el podcast de 30 de noviembre de 2009 dedicado a la Sonata número 2 del imprescindible programa de Radio Clásica El diván y la cábala en el que se muestran algunos ejemplos de estas claves junto con una maravillosa aproximación al personaje.
Por otro lado, Lyndon Larouche, desde su neoclasicismo militante y acaso extravagante, llega afirmar en La revolución de Mozart (un artículo de cuya consistencia y vigencia no podría yo hacer una correcta estimación por falta de conocimientos, pero que recomiendo en todo caso por varias razones, más allá de lo que normalmente se pueda pensar del eterno candidato en las primarias de los demócratas estadounidenses y fundador del Schiller Institute): Chopin es un compositor clásico, no un romántico a la Liszt. Sus obras se deben interpretar con la misma transparencia polifónica, sin amaneramientos, sin asesinarlas en una especie de sacrificio humano pagano en el altar del erotismo.
Aparte del esbozo de estas consideraciones musicales, está claro que la vida de Chopin fue típicamente romántica y su personalidad verdaderamente peculiar. Conservo un líbelo que mis padre trajeron de su viaje de novios por Mallorca en el que se narran las peripecias y fatalidades que padeció junto a George Sand y el hijo de ésta durante su estancia en Valdemosa, en cuya cartuja compuso la mayor parte de los 24 Preludios. Un librito de un historiador local, pero bastante objetivo, por cuanto muestra el carácter verdaderamente huraño y cateto de sus paisanos pobladores de Valdemosa, temerosos no tanto de la enfermedad que padecía el músico y que venía a curar- hoy se sabe que no podía ser tuberculosis –cuanto de las trazas de aquellos extraños personajes, de los primeros y seguro que más augustos turistas que llegaban a la isla, de quienes se quisieron aprovechar hasta el punto de comprometer el peculio de la pareja, aparte de amargarle su existencia durante todo aquel invierno de 1838-1839.